La marcha y huelga de docentes en Rosario es una medida inédita y plena de fuerza simbólica. Y que pregunta, en proceso electoral, qué respuestas puede dar el Estado.
14.06.2023 19:19 | Para arrancar sobre la dimensión descomunal de esta medida inédita, un paro de las escuelas de Rosario pidiendo seguridad, hay que empezar por algo que parece inconcebible. Es el asesinato de dos chicos de 13 y 14 años en La Cerámica. Máximo Luján y Maite Gálvez. Eran estudiantes de las escuelas Nº 1.315 y Nº 540, respectivamente, que están en cercanías de donde los mataron.Esto ocurrió hace tres semanas.
Pero salvo para las familias de estos dos chicos ya está en trámite hacia el eclipse del olvido. No formó casi parte de la conversación pública. Es algo tan fuera de quicio que cuesta digerirlo mentalmente. Basta imaginar si los chicos que recibieron un tiro en la cabeza fueran de la Dante Alighieri, del Normal 1, del Superior de Comercio para tantear la enormidad de lo que estamos hablando, lo que habla de las notorias distinciones de impacto, o de efecto político, según posición social y capital cultural de las víctimas.
Que los establecimientos educativos de Rosario hagan un paro por la dimensión de la violencia da una idea cabal de todo lo que fuimos y ya no somos. De todo lo que perdimos. Esta marcha de docentes y los motivos de este paro son el signo de un derrumbe. No comenzó ahora. Había balaceras en zona de escuelas como pasó en la Kennedy del Complejo Municipal de Grandoli en 2013 que la obligó a cerrar. Ahora directamente balean escuelas.
Y en zonas azotadas por economías criminales, pero más por una desigualdad hiriente que se ofrece a la vista todo el tiempo, chicos con el futuro entre signos de interrogación mueren baleados. Los docentes contaron recientemente el estrago y el destrozo que significa asimilar a los chicos la novedad de compañeros que mueren. Que mueren exterminados a tiros en el veneno de una dinámica azarosa que puede barrer a cualquiera.
La ciudad tan extenuada y rota en pedazos sumerge a los trabajadores que siguen poniendo el cuero en los territorios a arduos dilemas. Matías Loja, colega de la Sección Educación, contaba hoy lo que le refería una docente de un barrio cruzado por la violencia. Tenía un alumno de 14 años que trabajaba en un búnker. Eso la dejaba aislada en un cruel desafío.
Por un lado, hacer lo imposible para que ese chico no dejara la escuela que también lo contenía. Por el otro, cómo evitar que toda la conflictividad del mundo laboral del chico no entrara con él al aula dando de lleno a sus compañeros.
Estas disyuntivas son diarias para una mayoría de los castigados trabajadores públicos de los barrios. Operadores de salud, voluntarios de merenderos, asistentes de comedores, maestros de escuelas atienden todo el tiempo a chicos que a veces lanzan amenazas y a veces las concretan. Ellos mismos quedan bajo la incertidumbre cuando se preguntan con impotencia cómo actuar frente al riesgo y el miedo. ¿Parar una escuela, un dispensario, un merendero? ¿Vaciarlo de personas a lo que es una estructura de cobijo para frágiles que no tienen nada y que no pueden más? ¿Y qué son además los que atacan sino eso mismo?
La pregunta es qué respuestas está en condiciones de dar el Estado. Está claro que lo que piden estas voces de auxilio no son patrulleros que militaricen todo. ¿Qué futuro le queda al chico que va a la escuela y vende drogas cuando la topadora tira abajo el búnker? ¿Se puede actuar sin dar la respuesta?
En Rosario pasan cosas que no ocurren en otros lugares. En esta ciudad le rompieron el frente a tiros a la casa de un gobernador. También llenaron de balazos casas de jueces que habían condenado a una banda criminal. Le dispararon al Casino matando a un apostador. Ametrallaron una parrilla en un feriado largo con cien comensales adentro. Y ahora paran las escuelas por las amenazas, por las balaceras, por los riesgos de ir a clases. Porque, es impresionante decirlo, esta imparable violencia deja colegiales muertos.
Estamos sobrepasados por lo inaudito. Y mientras la ciudad se convierte en un tapiz de huesos dejamos continuamente pedidos de ayuda. Hace dos años, en una entrevista a este diario, decía el sacerdote Claudio Castricone, sentado en el patio de la Escuela Primaria 1.417 San Pablo, de Necochea y Ameghino, que el aula era un lugar de contención para los que ya habían caído en la droga, y de prevención para los más chiquitos. Pero que tanto víctimas de balaceras como ejecutores, decía el cura, comparten algo. “Entre todos hemos construido una sociedad que no los contiene”.
En realidad el paro de las escuelas y la manifestación de este martes puede significar todo lo contrario a una claudicación. Es un alarido para despabilar y con compromiso reclamar un freno. Estamos en medio de un proceso electoral. ¿Qué preguntas se hacen al respecto de esto, de las 36 escuelas que suspendieron clases en el año por la violencia, los que aspiran a gobernar? ¿Qué pactos duraderos y transversales se pueden construir para impedir que esa maestra se rompa el corazón en soledad tratando de incluir al chico que trabaja en el bunker sin meter en el curso la violencia de la actividad?
Se dijo alguna vez que cada época fabrica sus fracasos y sus muertos. La verdadera inseguridad actual es el repliegue del Estado protector, y de sus actores económicos con mayor capacidad contributiva, que destruye una sociedad de semejantes y deja libradas a sí mismas a casi cinco de cada diez personas, las que hoy están en la pobreza. Eso no se cambia comprando chalecos antibalas. Si no lo cambiamos, tiene razón el cura de Tablada, a este presente que no contiene a los débiles lo construimos entre todos. El inédito paro de escuelas pidiendo seguridad que asombra al país está pidiendo otra cosa.